Francisco, Compañero en Misión de Toronto, reflexiona sobre la nueva Encíclica del Papa Francisco: Fratelli Tutti: Sobre la Fraternidad y la Amistad Social. Francisco es co-director del Centro para Refugiados FCJ de Toronto
Cuando me enteré de que el nuevo Papa se llamaría Francisco (yo sé, unos años atrás), me sentí plenamente identificado y feliz, y aún más, cuando supe que era Francisco en parte por Francisco de Asís. Francis en su lengua natal, que era como mi Madre y mi Padre, que en paz descansen, me llamaban, y es así como en Ingles es conocido, como Pope Francis… como se hubieran sentido de felices y de realizados mis padres, que yo, el soñador, el tiro al aire, llevo el nombre del primer Papa no Europeo. Pero mi alegría y me identificación no terminan allí y ahora que leo su última encíclica, y veo reivindicados, en lo que ha escrito el Santo Papa, todos los principios que han regido mi vida, la vida de los movimientos populares, los principios por los cuales fueron masacrados o asesinados tantos compañeros y compañeras, que ahora vivirán en la encíclica y en cada uno de todos nosotros, que hemos seguido luchando y reivindicando esa forma de vida.
Leer esos mismos principios en la encíclica, que han sido transmitidos directamente por nuestros padres, por nuestra familia, por el barrio, y en mi caso personal también, por los mártires de la Iglesia que conocí en El Salvador. Si, esos mártires santos contemporáneos que murieron por los principios que ahora son expresados por nuestro Santo Padre. Si, esos principios que, desde siempre, han regido mi proyección de fe, mi trayectoria profesional de ayuda el prójimo, que, desde siempre, prójimo, no fue entendido como el próximo, sino como el migrante, el desconocido, sabiendo que el que toca la puerta, es nuestro hermano Jesús, pidiendo agua, comida, posada. Gracias Santo Padre, por esa palmadita en el hombro, gracias por reconoce, la labor de siglos, de los que hemos trabajado por el amor incondicional y la dignidad humana inalienable, por crear espacios para los sin voz. En otras palabras, ha sido tan lindo el sentirme, por primera vez en mi vida, plenamente representado y reivindicado en la encíclica… No es arrogancia, es una forma de reconocer la interpretación del Santo Papa de la sabiduría popular. No hay que reinventar la rueda sino, regresar a nuestras raíces.
Sería imposible resumir la encíclica en dos páginas, pero como decía mi abuelita, para muestra un botón. Tomaré como ejemplos, esos que están más cerca de mi vida y los invito a que tomen, los botones que más los identifican y escriban como yo, sin miedo a que los regañe el Nuncio o algún jerarca de la Iglesia. Comencemos.
Cuando el odio gobierna, la injusticia florece y se corre el riesgo peor que es el de no amar. Vivir sin fraternidad, sin igualdad, sin solidaridad, o lo que es peor, confundir amor, solidaridad, fraternidad, con el amor a sí mismo, que genera una preferencia por los próximos, por los que se parecen a mí. Por ende, yo veo esta encíclica como un anuncio de la Sodoma y Gomorra que hemos creado y como una guía de amor, esperanza, y solidaridad, escrita en un momento histórico de mucha trascendencia en la construcción de la esperanza de la humanidad. Una salida hacia la igualdad, la equidad y la dignidad humana universal.
La encíclica nos hace un llamado a no sentarse a descansar a la vera del camino. Nos dice que “el bien, como también el amor, la justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez para siempre, han de ser conquistados cada día.” Nos hace un llamado a no conformarnos con lo que hemos logrado, porque el desarrollo desigual entre seres humanos, entre familias, entre ciudades y regiones, hace que muchos prójimos estén en situaciones de calamidad, que necesitan el bien y la justicia, que tal vez nosotros hemos conquistado para nosotros mismos, pero que ellos no alcanzan. Ese prójimo que necesita amor incondicional, solidaridad para superar la calamidad. Mientras un ser humano no disfrutes plenamente de su dignidad inherente a su condición humana, nadie, puede disfrutar plenamente de la dignidad que cree haber ganado para sí.
La encíclica nos recuerda de la historia, nos dice que nos estamos olvidando de las lecciones de la historia “maestra de vida”. Pero como aprendimos en los movimientos populares, no ha contemplar la historia, no ha memorizar los nombres de los personajes escogidos por el sistema oficial para esconder la cruda realidad, sino, para extraer las lecciones de las derrotas populares, para repetir los nombres de los mártires populares y reivindicar sus luchas, mismas luchas que nosotros seguimos implementando contra “las nuevas pobrezas”, contra las nuevas formas de opresión, que siguen materializando la injusticia en contra del prójimo. Reivindica el derecho a no migrar de todo ser humano, si, ese derecho enterrado, olvida en la “nueva historia” nuestros Estados, que ven al migrante como una boca menos en el país, una tortilla más para los que se quedan. Acertadamente nos recuerda que la internet no es historia, sino es información manipulada. La información que contiene la internet nunca sustituirá la sabiduría de los abuelos, que viene de la confrontación cotidiana con la realidad. La historia y la sabiduría no se construye viendo un Smart pone encerrado en un cuarto. La historia y la sabiduría se reconstruyen en cada relación humana sin intermediarios.
Hablando de historia y sabiduría popular, recuerdo como mis padres, nos enseñaron que no hay hogar sin hospitalidad. Que se abre la puerta del hogar, para compartir lo que hay en el hogar; no lo que nos sobra y, que son los anfitriones, esos que abren las puertas de su hogar, los que hacen al huésped y no lo contrario. Fue tan lógico y esperado para mí, cuando leí hospitalidad en la encíclica, lo mismo que cuando lo oí de Monseñor Romero, mientras abría las puertas de la Iglesia Catedral de San Salvador al pueblo humilde, campesino, que huía de la represión. Ahora leo hospitalidad en la encíclica, descrita de la misma forma que fue conocida en la popularidad y en la iglesia popular de la guerra civil en El Salvador.
Cuántas veces escuché la parábola del Buen Samaritano en mi familia, en el barrio. Crecí creciendo que Samaritano significaba caritativo, ayudar al prójimo, hasta que un sacerdote Salesiano, me corrigió, después de darme una pequeña palmada en la cabeza, como queriendo decir niño, no sea … Uds. saben. Mi padre decía, que no es el Samaritano, el que hace al herido, sino que es el herido y sus necesidades, las que hacen al Samaritano, hacen la respuesta del Samaritano. Lo único que yo tenía que hacer era ser sensible a lo que está enfrente de mis ojos y responder. También, la sabiduría popular nos recordaba que todos tenemos el techo de vidrio y por ende, tenemos que ayudar al prójimo, porque todos hemos hecho de todo en nuestras vidas; hemos sido heridos, como también hemos sido asaltantes, o hemos ignorado al necesitado. No hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti. Además, no sabemos cuándo estarás como heridos, o como asaltantes. Esta sabiduría popular, también es reivindicada en la encíclica. Años después de estas enseñanzas, encontrar en las homilías de Monseñor Romero la parábola del buen Samaritano como fundamento de su respuesta a las necesidades de su pueblo y como base teológica y defensa ante las acusaciones mundanas de la doctrina oficial de la iglesia, tanto nacional como del mismo Vaticano, fue importantísimo en mi consolidación como persona. Ahora, 40 años después, encontrarla en la encíclica es simplemente maravilloso.
Gracias Papa Francisco, por recordarnos que la tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la propiedad privada. La veo como una invitación muy sutil a “desalambrar, que la tierra es nuestra es tuya y de aquel, de Pedro y María, de Juan y Jose”, como versa la canción. Los movimientos populares de tomas de tierras no olvidan, porque el principio de ellos siempre ha sido el “principio de uso común de bienes creados para todos”. El derecho a la propiedad privada es un “derecho secundario” impuesto por los privilegiados, que está destruyendo el uso común de los bienes, que está destruyendo la comunidad, la comunión y que se basa en el individualismo. Y como Ud. muy bien lo promulga, la única esperanza de este mundo es volver al uso común de los bienes creados para todos. A lo mejor Santo Padre, ya está siendo acusado, como todos nosotros hemos sido, de subversivo. Yo siempre he levantado la frente cuando me llaman así, por que implica, subvertir el statu quo en descomposición. Como ustedes lo dice, la única alternativa es luchar y trabajar por construir la esperanza basada en el uso común de los bienes creados por todos. El sistema capitalista no es la esperanza.
Yo sé, que podría escribir mucho más sobre la encíclica, pero como decía mi abuelita, para muestra un botón y aquí, he tocado algunos botones, los que me tocaron mas el alma; los que están mas cerca de mi peculiar historia. Ahora bien, si quisiera terminar diciendo que me hubiera gustado mucho, si la encíclica hubiera abordado, no solo tocado superficialmente en un párrafo, el hecho que “doblemente pobres son las mujeres que sufren situaciones de abuso, maltrato y violencia”.
Las mujeres, las jóvenes y las niñas, a mi parecer merecen ellas solas una encíclica, detallando el papel de la sociedad y de la misma iglesia en la creación de esas dobles pobrezas que enfrenta y que han enfrentado desde el inicio de los tiempos.
Esta es una deuda histórica Papa Francisco, que se debería de empezar a pagar lo más pronto posible y una forma es priorizándola.